martes, 21 de mayo de 2013

La magia de la...ilusión.


   Se sentó en un banco y abrió su maleta. En aquel viejo utensilio de cartón, destartalado ya de tantos viajes, no guardaba nada que realmente tuviera valor. Sin embargo, poco a poco fue sacando lo que allí había, dejándolo ordenadamente a su lado en el banco. Y lo hizo con la delicadeza de quien tiene aún la manos suaves. En primer lugar, un viejo y roto reloj que agitó con vehemencia como si con ello fuera a conseguir que volviera al monótono tic-tac que en otros tiempo tenía. Después, un cuaderno con las cubiertas envueltas en papel de periódico; ese detalle lo aprendió de su padre para que así -decía él con su voz ronca- durasen toda la vida. Lo hojeó. Había mil cosas escritas en él. Cosas que ella sabía y aun así se entretuvo en algunos de los renglones, riendo a carcajada limpia de las ocurrencias plasmadas en forma de letras.

   En cuanto recuperó la formalidad, prosiguió con su tarea. A continuación vinieron un buen puñado de pétalos de flores de todos los colores. Era cierto que ya estaban marchitos. E incluso habían perdido su olor. Pero aún así, ella juntó ambas manos y las acercó hasta su nariz. Cerró los ojos e imaginó la fragancia de cada una de ellas y de todas a la vez. "Esto podía ser el arco iris de los olores. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes a nadie aquella idea?" se dijo en voz baja. Pero sin duda a lo que más cariño de todo le tenía era a la pequeña botella transparente que a continuación debía sacar. Estaba llena a rebosar de unas saladas gotas cristalinas. Sí, eran lágrimas. Y las había de tristeza, de rabia, de felicidad. Y también alguna que otra de esas que brotan cuando ríes tanto que el cuerpo necesita desahogarse de alguna manera para poder dejar hueco a nuevas risas.

   Y por último, en el rincón más olvidado de aquella maleta, ya solo quedaba un gastado lápiz de madera. El de escribir las historias importantes. El de acariciar el blanco papel con trazos imborrables. El que inventaba las palabras oportunas, aunque a veces se dijeran a destiempo o llegaran antes de terminar de escribirse. Ese era el que buscaba cuando se sentó. Lo necesitaba, pues aquellos suspiros que había escuchado en aquel cuerpo que habitaba, la habían puesto en guardia. Estaba segura que el corazón de su dueño de nuevo se había despertado y ella, a la que todos llamaban ilusión, le correspondía hacer que siguiera latiendo. Y así, al juntar los pétalos con las lágrimas tendría mil colores donde impregnar el lápiz con el que volvería a escribir una historia de amor entre las hojas del cuaderno de tapas de periódico, mientras el viejo y caduco reloj vehementemente quisiera seguir marcando el tiempo de unos nuevos latidos de amor.

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